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Las historias se cuentan desde el principio. Y la mía también. Todos soñamos con ser algo cuando somos pequeños: bombero, trapecista, futbolista, bailarina..¡Qué sé yo!

Yo soñaba con ser pianista. A pesar de que era consciente de que físicamente un piano no cabía en mi habitación (ni a lo largo ni a lo ancho), ese era mi gran sueño. Mi madre, ante mi tozudez e insistencia por aprender a tocar el instrumento, me matriculó -asumiendo el esfuerzo económico que suponía- a clases de piano.

Un buen día, la profesora llamó a mi madre. Quería hablar con ella. Y yo la acompañé; no tenía con quién dejarme. Fue una conversación rápida, de pie. Recuerdo perfectamente la frase que pronunció aquella mujer: SU HIJA NO TIENE OÍDO PARA EL PIANO.
Las palabras tienen mucho poder. Lo descubrí entonces.

Aquella frase, cuál sentencia, cayó sobre mi pequeña cabecita como una losa y, por momentos, consiguió hacerme más pequeña todavía. Experimenté una emoción espantosa, casi aterradora. Que alguien prediga y pronostique tu incapacidad para lograr algo es totalmente repugnante. Lo es.

¡Si yo tenía toda la actitud necesaria! Entusiasmo, ganas de trabajar y de aprender, curiosidad.
Mi madre me desapuntó de las clases. Y yo abandoné ese sueño.

Sin embargo, y continuando con los pronósticos, otra de mis profesoras le comentó a mi madre que yo era buena escribiendo, que disfrutaba leyendo y que tenía mucha imaginación. Y supongo que me aferré a ello, me lo creí igual que creí a la profesora de piano. La diferencia es que tuve la oportunidad de dedicarme muchas tardes a escribir mis «historias», relatos que luego «pasaba a limpio» con la Olivetti gris de mi padre. Sólo necesitaba un lápiz y un papel. Y dejar volar mi imaginación. Tal vez, por eso ahora, anhelando mi vieja máquina de escribir sigo escribiendo a mano -como lo hacía con siete años- y luego, pasando a limpio mis textos, esta vez en mi portátil.

Todos estamos hechos de sueños. De sueños…y de historias. Pero hay sueños que nunca desaparecen a pesar de que alguien intente destruirlos. Siguen formando parte de nuestro propio relato.

En cierta forma, sé que ahora mi partitura es la página en blanco por escribir, y que las teclas son las letras y palabras que uso y elijo cuando construyo historias… Sé que con ellas busco mis propias melodías. Mi voz y mi pluma son ahora mis intrumentos. Y escribo: no permitas que nadie te diga que no puedes hacer algo.

La diferencia entre un profesor y un maestro es que el primero enseña. El segundo inspira. Como deben hacer los relatos.
Estoy convencida de que si en mi historia hubiera aparecido otro personaje en el papel de profesora de música que hubiera confiado en mi actitud, esfuerzo y tesón -en mi capacidad para tocar mi propio relato- ahora sería una pianista que cuenta historias…

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